Hay lugares representativos de sabores que forman parte de la memoria colectiva. La pastelería Santaeufemia, en Vegadeo, es, sin duda, uno de ellos

santaeufemia

 

Se dice – y yo creo que es verdad – que, cuando se cierra la escuela de un pueblo, se escapa, por el hueco que deja, una parte del alma de ese pueblo.

Seguro que es así y aquí lo sabemos bien. Del mismo modo, también creo que es seguro que otra buena parte de aquella alma se escapa por el hueco que dejan los sabores perdidos.

El sabor de las angulas que con tanta facilidad comíamos antes de que las vendieran en las joyerías o el de aquellas truchas salidas del río y que ahora sólo puedes probar de vez en vez gracias al cariño de algún buen amigo pescador.

De memorias y sabores

Tengo para mí que la memoria colectiva es una especie de disco duro que vamos llenando entre todos con los recuerdos y las sensaciones que acumulamos en él para poder volverlos a abrir cuando necesitemos recuperar a todo lo que ya no está.

Entre esas sensaciones están los sabores y los olores perdidos. Aquello que nunca más volveremos a oler al bajar la cuesta y aquello alrededor de lo que nos juntábamos cuando había algo que celebrar.

Estos días, en Vegadeo, estamos sufriendo un auténtico drama sensorial que con toda seguridad, va a acumular en la memoria colectiva de sus gentes un nuevo hueco por el que se vaya algo nuestro.

Puede parecer una exageración o una frivolidad, pero a los que nos gustar comer – no sólo alimentarnos – no nos va a ser fácil llenar ese hueco después de que Santaeufemia, ese templo de la repostería, eche para siempre el cierre. En nuestro debe quedarán los sabores de las masas, cremas, merengues, empanadas y roscones que perderemos. Quedará el vacío de esos milhojas milagrosos de hojaldre crujiente que había que comer con los ojos cerrados. Los vecinos perderemos, además, ese olor que anunciaba que algo maravilloso se asomaba por el horno.

Las razones y los agradecimientos

Yo, personalmente lo siento por razones bien distintas. La primera de ellas es que parece una victoria más de esa vida sin vida que nos quieren imponer. Esa vida en la que la dignidad parece diluirse en porcentajes de glucosa en sangre, en niveles de triglicéridos o en cerveza sin alcohol.

Lo siento también porque, en estos tiempos de emprendedores de medio pelo, la pérdida de un referente de seriedad, de sensatez y de trabajo bien hecho no es algo que una comunidad se pueda permitir sin que le pase factura.

Y, sobre todo, lo siento – es puro egoísmo – por mí. Por los milhojas y los rusos que no comeré. Por los pasteles que no podré llevar para compartir los días de fiesta. Por los sabores que nunca más estarán en mi paladar. Por eso lo siento. Porque no podré llevar a mi familia tartas de almendras y porque, encima, no las podré comer yo.

¡Una lástima! Claro que, a cambio, queda la gratitud a ese puñado de mujeres, con Fernanda al frente, que me han permitido tener acceso a unos sabores extraordinarios que ahora quedarán almacenados para hacerme recordar la belleza que se puede extraer de una buena masa. Un auténtico privilegio.

No suelo ser especialmente sensiblero pero les puedo asegurar que cuando he salido, quizás por última vez, de Santaeufemia con mis últimos milhojas, mi último merengue y mi último trozo de empanada, iba bastante más emocionado que en muchas de esas ocasiones solemnes en las que, si no asomas una lágrima, es que eres un monstruo.

La verdad es que la ocasión lo merecía.

Juan Santiago