Cuando se va a cumplir un año de la desaparición de Félix Menéndez, sorprende que aún no se haya producido un reconocimiento municipal a una labor extraordinaria

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En poco más de tres semanas se cumplirá el primer aniversario del fallecimiento de Félix Menéndez y sorprende que, a estas alturas y tras haber pasado dos equipos de gobierno por el Ayuntamiento, no exista ningún reconocimiento municipal a la figura de un servidor público que dejó toda su vida profesional y una buena parte de la personal al servicio de la cultura de las gentes de Vegadeo.

Habrá que recordar que la Casa de Cultura de Vegadeo, que durante muchos años fue el referente cultural del Occidente asturiano, es tal como hoy la conocemos, en primer lugar –y es de justicia decirlo– porque una alcaldesa y sus equipos de gobierno pelearon por su existencia y porque una concejala, muchas veces olvidada, le dio el modelo de gestión adecuado que otros concejales pudimos después seguir. Pero, sobre todo, porque en ella aterrizó una persona que se consagró, incluso por encima de lo exigible, a lo que siempre consideró algo más que su profesión: a promover la cultura de las gentes con las que convivía.

Hace ya algunos años, el Principado de Asturias llevó a cabo un estudio en los concejos para conocer el grado de satisfacción de los ciudadanos con los servicios públicos que se les prestaban. En el caso de Vegadeo, ese estudio, que yo tuve oportunidad de conocer, señalaba que el servicio que los veigueños mejor valoraban, con diferencia, era el que se les prestaba desde la Casa de Cultura a cuyo frente estuvo hasta su muerte Félix Menéndez.

Podrá pensarse que, en definitiva, lo que hacía Félix no era más que el cumplimiento de su obligación, aquello por lo que se le pagaba un salario, y podrá pensarse también que hago estas reflexiones movido por mi amistad con él.

Ambas cosas son ciertas. En el caso de mi amistad, es evidente para mí que le echo en falta casi cada día que no puedo hablar con él, y en el caso del salario… ¡sólo faltaría! Pero las tres generaciones que han pasado por esa casa como usuarios, como artistas o, simplemente, como demandantes de consejo saben perfectamente que no es únicamente la palabra trabajo la que mejor define lo que él hacía. A ella hay que añadir dedicación, devoción, sentido común y generosidad para tener una aproximación real a la labor que desde aquel despacho del fondo realizó.

Los reconocimientos públicos no sólo sirven para perpetuar la memoria del que se fue.

Los reconocimientos públicos no sólo sirven para perpetuar la memoria del que se fue. Tienen, además, un doble valor: por un lado, el agradecimiento. Algo que siempre nos hace mejores pues, no en vano, de bien nacidos es ser agradecidos. Y, por otro y sobre todo, el ejemplo. El poner delante de los ojos de los que están y de los que vendrán que existe un modelo de actuación del que aprender. De aprender, en este caso, a encarar la gestión de la cultura de un pueblo hacia una mayor justicia, igualdad y sensatez.

No se trata, desde luego, de que haya que organizar grandes fastos que poco tienen que ver con el personaje y que, seguramente, poco le hubieran gustado, sino de hacer algo tan sencillo como poner un nombre. Un nombre añadido a la que fue su casa, de tanto ayudar a que fuera nuestra casa. Un nombre que diga a los que por allí pasen que hubo un servidor público que creyó que la cultura nos hace mejores como personas y como sociedad. Un nombre del que sentirnos orgullosos todos los que lo conocimos y disfrutamos y todos los que, por el nombre, puedan llegar a conocerlo.

Yo no creo que se trate de algo que haya que pedir o pasar por registro. Afortunadamente, la justicia, el cariño y la admiración no son moneda de cambio.

Simplemente se reconocen.

Juan Santiago