El reconocimiento de la realidad y la búsqueda de fórmulas nuevas de financiación, como puede ser el uno por ciento rural, forman parte de una solución que, a veces, se antoja imposible
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar
Puedes escuchar el contenido de este artículo a través del playerLa pasada semana asistí en el Hotel La Rectoral de Taramundi – todo un símbolo del turismo rural asturiano – a una reunión entre alcaldes y técnicos que, desde mi punto de vista, podría constituirse en un buen modelo a la hora de abordar los problemas del mundo rural, de eso que ya todo el mundo conoce como la España vacía.
Y digo que podría ser un modelo por tres razones básicas: primero, porque en ella se puso de manifiesto que existe una preocupación crítica en los territorios, más allá de las grandes palabras de esos gobiernos que siempre están lejanos. En segundo lugar porque se mostró una decisión clara de abandonar esa fase de diagnóstico permanente en la que parece que vivimos, para avanzar en lo concreto y en lo posible. Y, por último, porque abordó un sistema de trabajo mediante impulso político y técnico que, tal vez, sea el método más eficaz.
Un método de trabajo ante el abandono
Se trata, en definitiva, de que los técnicos locales o comarcales aprovechen décadas de experiencias y trabajo para proponer a los políticos alternativas viables lejos de filosofías conocidas y disgresiones varias. De armar proyectos concretos y fáciles de explicar que los políticos locales puedan reivindicar a las distintas instancias superiores, teniendo en cuenta, además, que esos políticos locales son quienes mejor que nadie conocen (o deben conocer) los problemas de sus territorios.
Otra cuestión importante es el absoluto convencimiento que flotaba en esa reunión de la escasísima influencia de estos parajes vacíos y su enorme alejamiento de los centros de decisión que, en muchos de los casos, los convierten en poco menos que irrelevantes.
Son ya demasiados años clamando en el desierto de la desatención y hablando de cosas como la necesaria discriminación fiscal positiva, la falta de actividad económica que vacía pueblos y aldeas o el exceso de burocratización que ahoga expectativas e iniciativas.
Y si en algo hay un acuerdo absoluto es, sobre todo, en la necesidad de encontrar formas de financiación específicas que aporten a las zonas en despoblación recursos continuos, permanentes y claros para poner en marcha proyectos que aporten esa actividad económica tan necesaria.
El uno por ciento rural
En esa búsqueda de instrumentos de financiación ligados al despoblamiento se habló de figuras que pueden ser novedosas como el uno por ciento rural.
Seguramente, mucha gente recuerde la existencia del uno por ciento cultural, una figura de financiación de proyectos pensada para compensar a los territorios por el impacto que en ellos producían las grandes infraestructuras. Una figura muy válida gracias a la cual se salvaron, se rehabilitaron y se crearon patrimonios culturales en todo el Estado.
Pues bien, ¿es tan difícil o tal vez tan descabellado pensar en una redistribución del esfuerzo fiscal para mantener y regenerar espacios despoblados?
No parece una barbaridad o, al menos a mí no me lo parece, establecer un mecanismo automático que destine todos los años un simple uno por ciento de una parte de la recaudación tributaria a la puesta en marcha de programas de desarrollo de las zonas con un mayor índice de ruralidad.
No estamos hablando de enormes magnitudes.
Pongamos el ejemplo de Asturias que, en 2016, recaudó por impuestos directos casi 1.300 millones de euros de los cuales casi 950 lo fueron por IRPF. Imaginemos que el uno por ciento de la recaudación por renta, 9 millones y medio se distribuyera anualmente entre las comarcas con problemas de despoblamiento. ¿Es eso una barbaridad? Hombre, es bastante más de lo que tenemos, pero hagamos una comparación: es la tercera parte de lo que invierte el Ayuntamiento de una sola ciudad como Gijón y sólo un poco más del cuatro por ciento de su presupuesto.
Una única condición
No es por tanto, tan difícil ni tan descabellado. En otro momento afinaremos más en la configuración, la distribución o la transparencia de un mecanismo de ese tipo, pero sí hay algo que es básico y que hay que decir.
Sea lo que sea, se haga lo que se haga, se destine lo que se destine – si es que se destina algo – hay una condición que no se puede obviar: respeto absoluto al principio de subsidiariedad. Es decir, hablamos de programas, de proyectos y de acciones que ineludiblemente tienen que estar diseñadas y ejecutadas desde los propios territorios.
Los territorios son quienes sufren los problemas y sus gentes han demostrado que no son locos ni ladrones. Por lo tanto, son los más capacitados y, con toda seguridad, los mas eficientes para ello.
Si nos vamos a poner a hacer papeles entre moquetas y a ponernos el casco de vez en cuando, más vale que nos pongan a todos un piso en la capital.