Desgraciadamente, el delito de rebelión es sobradamente conocido en un país en el que todavía quedan personas que han tenido que padecerlo dos veces.

rebelion

 Puedes escuchar el contenido de este artículo a través del player 

Los ciudadanos de este país sabemos bien lo que es un delito de rebelión. Al menos, la gente de mi generación ha tenido la desgracia de padecerlo dos veces.

En un caso, asistimos en directo al esperpento que protagonizó Antonio Tejero entrando en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, pistola en mano, tricornio de charol cubriéndole el cartón y rodeado de guardias civiles empuñando y disparando metralletas.

El otro, la rebelión contra el gobierno de la República que perpetró el dictador Francisco Franco, lo sufrimos, no directamente, sino en consecuencias familiares y obligados a vivir en un país en blanco y negro en el que los asesinos viajaban bajo palio.

14 de abril a media asta y el recuerdo de Carlos Slepoy

Ambos fueron dos delitos de rebelión de manual. Ambos fueron levantamientos en armas contra el poder constituido o, como dice el diccionario de la Real Academia, contra los poderes del Estado con el fin de derrocarlos. Por suerte, en el primero, la propia chapuza, las traiciones en el bando rebelde y algún elemento aún no suficientemente claro pararon los tanques que ya estaban en las calles y evitaron el derrocamiento del gobierno democrático.

Las consecuencias del segundo las conocemos suficientemente bien y las padecemos aún con miles de cadáveres esparcidos por campos y cunetas.

La rebelión deja huellas

Y es que los delitos de rebelión siempre dejan huella. Una huella que suele permanecer, no sólo en la memoria, sino en los agujeros que dejan las balas. En el caso del golpe de estado de Franco y sus conmilitones, la huella quedó en cientos de miles de agujeros de bala que horadaron las tapias de los cementerios tras acabar con la vida de gente que no nos dejaron conocer como fue el caso de mi abuelo, asesinado en el cementerio de Córdoba.

En la noche del 23 de febrero de 1981, una noche de angustia, con niños recién nacidos de los cuales no podíamos adivinar el futuro, la huella de cuarenta y cinco impactos de bala quedó en la cúpula del hemiciclo para recuerdo y vergüenza de este país.

Por eso, porque conocemos bien los delitos de rebelión ya cometidos, y por mucho que estemos en contra del proceso independentista catalán, no tenemos más remedio que preguntarnos dónde ha visto el juez Llarena los agujeros de las balas.

Comparaciones históricas

Y no es una pregunta retórica. Porque el auto de procesamiento llega a comparar los hechos del 20 de septiembre de 2017 con el tejerazo del 23 de febrero de 1981, sin atreverse a decirlo y rebajando un golpe de estado que a punto estuvo de acabar con el sistema democrático a una toma de rehenes con disparos al aire. Sí. Con disparos y con una pistola apuntando al Presidente del Congreso. Con todo el Parlamento secuestrado, con la ciudad de Valencia tomada por los tanques y con el Gobierno incomunicado. Más o menos lo mismo que ocurrió frente a la Consejería de Economía catalana.

Evidentemente hubo desobediencia al mandato judicial. Tal vez malversación de caudales públicos. Hubo también algaradas, disturbios y desórdenes públicos como tantas veces ha habido en este país.

Pero, claro, a nadie se le ocurriría acusar al Cojo Manteca de rebelión. Y eso que la violencia y los destrozos que se ocasionaron aquel día en la calle de Alcalá de Madrid, frente al Ministerio de Educación y el Banco de España y a cien metros del Congreso de los Diputados obligaron a la policía a efectuar disparos al aire para tratar de dispersar a los manifestantes. Lógicamente, nadie pensó que la Fiscalía General del Estado debía acusar de rebelión ni a Jon Manteca ni a nadie de los que allí la liaron.

En mis tiempos, ya nos enseñaban en segundo de Derecho que la interpretación en Derecho Penal no puede ser creativa, extensiva o imaginativa y que la única interpretación que cabe es la restrictiva. Pero se ve que las cosas han cambiado y que, ahora, en lugar de aquello de “in dubio pro reo” habría que decir algo así como “in dubio pro patria”.

En fin, seguro que estoy equivocado pero ¡qué quieren que les diga! Yo no veo por ningún lado los agujeros de las balas.

Debe ser cosa de la miopía.

Juan Santiago