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El otro día nos topamos con la intervención del actual Secretario General del PSOE en un foro empresarial en el que, entre otras cuestiones, se declaró contrario al establecimiento de la jornada de treinta y cinco horas, en clara oposición a la propuesta contenida en el documento económico presentado por Podemos.

Quiero pensar que ese rechazo se debe fundamentalmente a un posicionamiento estratégico que busca situarse frente a quien se considera, en la práctica, principal adversario. Podría ser sólo eso, pero el global de la argumentación de Sánchez permite ir más allá y aventurar un fundamento ideológico quizás más preocupante.

En cualquier caso, convendría que el dirigente socialista no perdiera de vista que, precisamente, cuando el PSOE incluyó en su programa electoral de 1982 la jornada semanal de 35 horas, el partido obtuvo su más importante triunfo político, alcanzando el gobierno de la nación, con Felipe González al frente y mayoría absoluta en el Parlamento.

También convendría que releyera ese programa electoral y reflexionara sobre el tipo de propuesta que los ciudadanos españoles apoyaron mayoritariamente en unas circunstancias ciertamente difíciles tanto política como económicamente.

El rechazo trasluce la aceptación implícita del paradigma neoliberal

El problema, sin embargo, no está tanto en la negación como en la argumentación del rechazo que, a mi juicio, trasluce una aceptación implícita del paradigma neoliberal por parte de quien, por el contrario, se postula como el poseedor de las esencias socialdemócratas.

Para Sánchez el problema está en la existencia en estos momentos de una importante devaluación salarial (la famosa devaluación interna). Que existe esa devaluación es indudable, pero lo que se pide de un gobernante que se autocalifica de izquierdas no es resignación ante su existencia sino, antes bien, el ofrecimiento de medidas que favorezcan su superación. Medidas que, a su vez, sean redistributivas y que no hagan recaer sobre la fuerza del trabajo toda la carga que se deriva de la existencia de dicha devaluación.

Textualmente, el Secretario General socialista afirmó que el establecimiento de las 35 horas semanales “supondría seguir devaluando salarialmente las condiciones laborales de los trabajadores o elevar los costes del trabajo”.

Sinceramente, como socialdemócrata se lo se debería hacer mirar porque no lo hubiera dicho mejor el viejo Botín q.e.p.d.

Que sepamos, la reducción de jornada máxima no debe suponer de manera automática una devaluación salarial. Ni lo contemplaba el programa del 82 ni las luchas de la clase obrera a lo largo del tiempo hubieran tenido sentido desde esa óptica. La disminución de las jornadas máximas ha sido una reivindicación básica de los movimientos sindicales como un modo de reparto del trabajo que, lógicamente, admite también una financiación con cargo a márgenes y beneficios.

El problema está en que la cuestión se analiza desde el punto de vista del capital y se cae así en la trampa de la presunta competitividad que tanto manosean los neoliberales. Como este país ha tenido ocasión de soportar, la disminución real de salarios (la devaluación interna) no ha supuesto mejoras en la competitividad de las empresas ni, por supuesto, mayor inversión y creación de empleo como se hartaban de decir los guindos y montoros sino que, por el contrario, esa devaluación lo que supuso fue una disminución importante de la renta disponible de los hogares españoles y un aumento dramático de la desigualdad hasta límites casi insoportables.

Por tanto, argüir contra el recorte de las jornadas máximas en el sentido que lo hizo Sánchez supone, ni más ni menos, que hacer el caldo gordo al poderoso con el que parece que hay que congraciarse y olvidarse de tres cosas: de la propia historia, de la gente por la que deberías luchar y de los agujeros que te van quedando en el traje.

Juan Santiago