Hace unos días en ¿Nos representan? y a partir de la designación de Elena Valenciano como cabeza de lista del PSOE a las europeas, establecía la necesidad de cambiar los mecanismos internos de los partidos políticos para dar respuesta a la auténtica representatividad que deben reflejar. Pero, como a todo a quien gane, un episodio aún más ejemplificador ha venido a poner de manifiesto la existencia de unas prácticas que están consiguiendo ahondar de manera creciente la brecha entre partidos y ciudadanía.
Así, el Partido Popular, con su solución andaluza, ha conseguido añadir una nueva muesca en su dedo designador, introducido una vez más en el ojo de eso tan popular de la democracia interna.
Ya no es que el aparato decida de manera autónoma la designación que más le conviene, sino que, tras la pelea sin disimulo de distintas facciones de ese aparato, se aparece a la grey el líder absoluto y, tras examinar los cadáveres, impone su milagrosa mano en el que, a partir de entonces, se considerará ungido por la gracia mariana. ¡Fantástico!
Seguramente, cuando los responsables de ese partido analicen las encuestas y observen la sangría abstencionista que se ha consolidado en este país, lo achacarán al enemigo exterior, a la incomprensión, al cambio climático, a la herencia recibida, al contubernio judeo-masónico o, simplemente, a la voluntad divina. Lo que nunca harán será plantearse que los ciudadanos y buena parte de sus propios militantes están hasta la coronilla del choteo y del desprecio de unos presuntos representantes que tienen dificultades para representarse a sí mismos.
Para ser justos hay que decir que no se trata de que en todas partes cuezan habas o de que todos sean iguales. Como dice un amigo mío hay unos más iguales que otros. Están aquellos a los que les cuesta pero notan el empuje y van dando pasos y están aquellos otros que viven bajo un impermeable y que, aunque caigan chuzos de punta, siguen mirando para arriba y silbando “El sitio de Zaragoza”.