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Si algo ha puesto de manifiesto la EPA del primer trimestre es la cronificación de un proceso que se ha acelerado desde que el Partido Popular perpetró la reforma laboral. En realidad, y por decirlo en términos clásicos, seguimos asistiendo a la proletarización de las clases medias y a una transferencia de rentas desde esas clases medias hacia las clases “altas” o dominantes.

Los síntomas son evidentes y así lo están analizando los expertos. Precarización, temporalidad, pérdida de poder adquisitivo, pérdida real de empleo por disminución de horas efectivas de trabajo y, sobre todo, la utilización de un mecanismo tradicional que se usa en este país para crear una válvula de descompresión y maquillar la cifras del desempleo y la miseria, como es la expulsión hacia fuera (la movilidad exterior de Báñez) de grandes masas de jóvenes trabajadores que debían ser el recambio de quienes son, a su vez, expulsados del mercado laboral a los 50 años y que, si no son amortizados, son sustituidos por carne fresca joven, barata y menos cualificada.

a los que se expulsa se les despoja de de su capacidad de influencia en su país con mecanismos como el voto rogado

Con el añadido de que a los que se expulsa, además de echarlos, se les despoja de una parte de su capacidad de influencia en su país con la implantación de mecanismos como el voto rogado.

El daño es enorme en todos los aspectos: en el económico, en el social y, fundamentalmente, en todo aquello que debería suponer la modernización y renovación de un país decadente, saqueado, expoliado y desmoralizado.

Pues bien, en este escenario se está desarrollando un proceso electoral que debería suponer un vuelco histórico para ese país y que, a estas alturas, no se define con claridad porque la resistencia de los poderes constituidos y el manejo de un gran número de resortes parecen decididos a que España avance hacia un nuevo gatopardismo que cambie algo para que todo permanezca inmutable.

Los poderes económicos han encontrado su baza segura en Ciudadanos y apuestan decididamente por un recambio que acabará dejando al Partido Popular en condiciones ucedianas (de UCD) y en marca blanca al servicio de la nueva mayoría, mientras que el otro partido sistémico se debate entre antiguas fidelidades y sostenimiento a toda costa del statu quo, allá penas si eso conduce a la irrelevancia.

Por otro lado, luchas fratricidas y transversalidades imposibles dejan flotando en el ambiente un exceso de volatilidad a un mes de que los ciudadanos vayan (o no) a las urnas.

Y volvamos al principio. Nos hemos instalado en un contexto de pobreza crónica, de desigualdad estructural y de falta de expectativas de cara al futuro. Incluso en sociedades rurales que tienen menos recursos pero una mayor capacidad para crear redes de seguridad que protejan, aunque sea básicamente, a los más desfavorecidos, estos efectos se están notando cada vez con más crudeza.

Pensaríamos entonces que quienes tienen la responsabilidad de hacer ofertas públicas de cara al proceso electoral se instalarían en el análisis de la realidad y en proponer soluciones que sirvan para acabar no sólo con los efectos, sino también con las causas.

Pensaríamos eso porque estamos convencidos de que la política, la de verdad, es el instrumento básico de los pueblos para transformar una realidad odiosa.

Lamentablemente, lo que, en muchas ocasiones, nos encontramos es un contexto de micropolítica más preocupada por el mantenimiento de posiciones de poder y el afianzamiento de fidelidades más o menos inconfesables que de ofrecer un futuro digno y de conseguir la liberación de tantos desfavorecidos y humillados como hoy conviven en nuestros pueblos.

En un país instalado en la desigualdad, saqueado por bandas de criminales bien organizados, de generaciones arrojadas al exterior y en el que ser pobre es casi una obligación, los políticos pequeños no deberían existir. Y lo malo es que ellos mismos se agigantan.

Juan Santiago