Quien renuncia a ejercer la oposición es directamente copartícipe de los dislates que se puedan cometer desde un cómodo y solitario gobierno.
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Puedes escuchar el contenido de este artículo a través del playerSuele entenderse que, para quien gana unas elecciones, la mayor felicidad posible, además del gustito que da, es comprobar que quienes fueron sus adversarios se diluyen en el espacio bien porque no alcanzan una representación mínimamente relevante o bien porque, directamente, deciden que su reino no es de este mundo y que no están llamados a ejercer algo tan ingrato como es la oposición.
Ambos se equivocan.
Estos últimos porque no se dan cuenta de que están faltando al respeto a quienes, muchos o pocos, confiaron en que serian su voz.
Porque es verdad aquello que se dice de que en la oposición hace mucho frío. Sin duda que lo hace.
Pero para soportar el frío se inventaron, desde el tiempo de las cavernas, sistemas que permiten sobrevivir a la congelación. Por ejemplo, el trabajo, el movimiento, la acción. Y es bien sabido que la mejor forma de acabar congelado es quedarte parado y no hacer nada.
El error del ganador
Pero no sólo se equivoca el que huye de la oposición. También lo hace el ganador encantado de no tener frente a sí una fuerza que cuestione sus decisiones y sus políticas.
Y se equivoca, sobre todo, porque con esa actitud está traicionando no sólo a quienes no le votaron, sino al conjunto de la ciudadanía a la que se están hurtando mecanismos tan importantes para el sistema democrático como son el debate o el control de las políticas de gobierno.
No hay auténtica democracia si no hay contraste de pareceres, si no se ofrecen a los ciudadanos distintas opciones a la hora de juzgar la acción de gobierno. Y eso aunque no se tengan votos suficientes para cambiar las decisiones que se toman desde el poder. Quedan la negociación, la denuncia, el debate o el consenso para que la ciudadanía, por un lado, esté informada y para que, por otro, conozca las alternativas posibles.
Sin un auténtico sistema de contrapesos entre gobierno y oposición el camino siempre conduce hacia la arbitrariedad cuando no a sistemas caudillistas en los que el ganador sin contrario se cree investido de la verdad absoluta, se ve a sí mismo como omnipotente y concibe sus apuestas personales como necesidades colectivas.
Eso sin contar con la sensación de impunidad, con las tentaciones y con la tendencia a la opacidad.
El que calla otorga
Por eso, quienes renuncian a cumplir con su obligación de oposición tienen que tener en cuenta que, en realidad, son copartícipes de las políticas y decisiones de aquellos a los que voluntariamente no controlan.
No olvidemos aquello de que quien calla otorga.
No olvidemos que, como decía el catecismo, igual se peca por acción que por omisión.
Es decir, que del mismo modo peca el que despilfarra que el que no pide las cuentas.
Tan partícipe del reino de las ocurrencias es el que las imagina, el que sólo atiende a las de sus palmeros, el que asiste impasible al dislate o el que renuncia a la obligación que le confirieron los ciudadanos.
El ciudadano perplejo
Porque, al final de toda esta cadena, está el ciudadano perplejo. Ese que, un día, cuando le convocaron a las urnas, con toda su buena fe, acudió y depositó un voto convencido de que, si ganaban aquellos por los que votaba, éstos gobernarían en base al programa que le ofrecieron, pero que, si perdían, mantendrían un control sobre el gobierno y tratarían de que se pudieran tener en cuenta sus opiniones.
Pero no. Lo que resulta es que no sólo los votantes de unos o los votantes de otros acaban estafados, sino que es el conjunto de los ciudadanos el que acaba perjudicado por un problema de cojera democrática. Una cojera que roba a ese conjunto su mejor posesión que es la posibilidad de ser bien gobernado y acaba exponiéndolo a la arbitrariedad, a las decisiones no debatidas ni estudiadas y a la falta de información veraz y contrastada.
Al final, lo que pasa es que ni unos ni otros tienen convicciones auténticamente democráticas y a lo único que aspiran al poder omnipotente.
Y así nos va.