La Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio, auspiciada por Naciones Unidas, circunscribía las conductas genocidas a las perpetradas sobre grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos e incluía en el concepto, además de otro tipo de actos, los de sometimiento intencional a condiciones de existencia que hubieran de acarrear la destrucción total o parcial de alguno de dichos grupos.
Ciertamente, no se incluyeron para la caracterización de los grupos humanos afectados las condiciones sociales o políticas, pero hay que tener en cuenta que la convención es de finales de 1948, con el mundo recién salido de la Gran Guerra y que, a pesar de que, según parece, formaban parte del borrador inicial, la incipiente política de bloques impidió su inclusión.
La tesis que pretendo establecer es que, en los últimos años y en la democrática Europa, estamos asistiendo a una serie de conductas de carácter social y económico que, sin pretender afirmar que constituyen actos de genocidio, se aproximan cada vez más a alguna de las características de aquél, ante la mirada impasible, y a veces complacida, de gobernantes que se llaman a sí mismos democráticos.
Estamos asistiendo en estos tiempos al sometimiento a condiciones de existencia degradante a grupos completos y compactos de ciudadanos que se ven despojados, no sólo de una parte importante de sus derechos, sino incluso de unas condiciones de vida mínimamente dignas.
Estamos comprobando cómo grupos de intereses minoritarios, pero financieramente poderosos, están actuando de manera sistemática y coordinada, promoviendo esas condiciones de existencia en esos grupos, con el único fin de poner a salvo sus intereses y de aumentar a cualquier precio unas ingentes posesiones que han obtenido mediante mecanismos especulativos.
Además de intencional y sistemática, la conducta genocida suele basarse en un concepto ideológico excluyente que, a veces, se reviste de un barniz presuntamente científico y que suele utilizar como arma el descrédito del grupo contra el que se dirige.
Pues bien, llevamos ya cinco años sometidos a dictados de pensamiento económico único que excluyen, por inadmisible, cualquier otro tipo de planteamiento alternativo y que llevan al grupo dominante a la imposición de una serie de medidas que sostienen como imprescindibles (hacemos lo que hay que hacer) y que cargan efectos devastadores sobre los grupos sometidos, llevándolos a condiciones de existencia inasumibles en un contexto moderno y democrático.
Y para ello, no dudan en servirse de presuntos científicos expertos que aportan “sesudos estudios” que justifican las “dolorosas” medidas importándoles muy poco que, a posteriori, se descubra que ni “sesudos” ni “científicos” (recordemos a este respecto el ridículo del cálculo del límite de deuda y del más reciente reconocimiento de errores en Grecia por parte del FMI).
Tampoco dudan en cargar las tintas sobre los débiles grupos que son objeto de sus “tratamientos”, haciéndoles responsables de la adopción contra ellos de sus medidas y formulando acusaciones de ineficiencia o, incluso, de alguna suerte de latrocinio miserable (el ejemplo más reciente es el cierre fulminante de la televisión griega).
Pero, quizás, lo más llamativo y sonrojante sea que, al igual que las conductas genocidas se producen, en todos los casos, mediante imposiciones y procedimientos antidemocráticos, en el caso de los tratamientos administrados a los grupos sociales más débiles de los países del sur de Europa, éstos se estén llevando a cabo obviando de manera sistemática los órganos democráticamente elegidos y mediante organismos que carecen de auténtica representación y que no dudan en poner en cuestión la soberanía nacional y popular y en amenazar, poco menos que con el fuego del infierno, a aquéllos que osen discutir las recetas y medicamentos que prescriben unos siniestros “hombres de negro” (¿a qué recuerdan estos uniformes “negros”?)
Tal vez estemos exagerando. Tal vez todo esto que está ocurriendo sea sólo una plaga bíblica que ha sobrevenido por culpa de nuestros pecados o por el azaroso destino. Tal vez estas “troikas” que nos auxilian no sean más que un coro de serafines mandado por el Altísimo. Tal vez.
Pero hay datos objetivos y visibles. Están en las calles de Atenas, de Lisboa, de Madrid y de Roma. Son grupos de personas a las que alguien ha condenado a la marginalidad, al desarraigo, a la miseria, a la enfermedad e incluso al suicidio. Y ese alguien lo ha hecho de modo intencional y sistemático para preservar privilegios y riquezas.
En cualquier caso, seguro que estamos exagerando y no son más que “daños colaterales”.