Lo que parecía casi imposible está a punto de convertirse en una realidad. De ser un país fervorosamente europeísta, estamos llegando a unos niveles de euroescepticismo que pueden llegar a competir con la propia Gran Bretaña.
Podríamos repasar los números para darnos cuenta de que no es un argumento retórico, pero creo que es más importante observarlo desde la perspectiva personal de una persona que, como es mi caso, he sido decidido partidario de un proyecto europeo común, con una participación activa y potente de España.
Digo que lo he sido porque en estos momentos (en realidad, hace ya algún tiempo) no veo que Europa sea el escenario democrático en el que se estudian y resuelven los problemas de los ciudadanos sino que, antes bien, se ha convertido, no ya en la Europa de los mercaderes, sino en el territorio de caza de una plutocracia financiera dispuesta a practicar la rapiña entre los ciudadanos europeos.
Viendo la evolución de estos años de crisis, con el uso masivo de recetas antisociales, que tienden a hacer recaer en las clases más débiles todos los costes necesarios para salvar los intereses de los especuladores financieros, se impone decir con claridad que, para aquéllas, la pertenencia hoy de sus estados (fundamentalmente los del sur) a la Unión Europea no supone ninguna esperanza de mejor futuro, sino más bien la promesa cierta de más pobreza, más servilismo y menos derechos.
Y es así por más que se quiera tachar de demagógico este tipo de discursos. No hay demagogia posible en la constatación de las cifras de desempleo, de descenso en el coste del factor trabajo, de aumento galopante de los índices de pobreza o de aumento de la brecha entre ricos y pobres. Y no hay tampoco demagogia en la comprobación de que estos “desequilibrios” son la consecuencia directa de la aplicación de unas políticas impuestas por las fuerzas dominantes en el esquema de la Unión.
Naturalmente, todo esto no aparece por generación espontánea. Detrás de todo ello hay un componente ideológico claro que viene dado por la hegemonía casi absoluta de posiciones neoconservadoras y neoliberales que son las utilizadas por los poderes financieros en su alocada carrera hacia una última fase del capitalismo que colapse el sistema.
No hay otra forma razonable de explicar las barbaridades y despropósitos que se han cometido en Europa durante los últimos cinco años. No hay otra forma de explicar las continuas negativas y dilaciones por parte de Alemania para conseguir que no sufrieran pérdidas sus entidades financieras. Unas entidades financieras que, por cierto, alimentaron desmesuradamente el flujo de capitales hacia los mercados del sur sin importarles ninguna burbuja y que, además, ni siquiera se han sometido a las pruebas de esfuerzo que han sido obligatorias para otros.
Vista ahora con la perspectiva del tiempo, es indudable que, para el ciudadano, la creación del euro fue, en realidad, el alumbramiento de un engendro financiero con pies de barro al servicio exclusivo de los especialistas en apuntes contables.
Es justo reconocer que la entrada de España en la Unión Europea y en la adopción de la moneda común supuso beneficios tangibles e intangibles. No cuesta nada reconocerlo. Pero eso no le ofrece a esa Unión y a esa moneda una patente de corso para desfigurar el proyecto común hasta hacerlo irreconocible e indeseable.
Es muy recurrente oír en estos tiempos aquello de que los problemas de Europa se solucionan con más Europa. Tal vez sea así. Pero lo que es seguro es que la solución no llegará con más políticas de esta Europa.