Las coberturas televisisas de la tragedia de Gabriel se han convertido en un espectáculo bochornoso, muy lejos del auténtico periodismo y de un uso decente de la información

siniestro espectáculo

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La muerte de un niño siempre es una tragedia. La muerte violenta de un niño añade a esa tragedia un punto de horror que conmociona a los que asisten a ella.

Bueno, en realidad, no siempre se produce esa conmoción añadida. No suele ser lo mismo asistir a esas muertes inocentes en el entorno de los países llamados desarrollados donde, afortunadamente, se producen de manera muy esporádica, que contemplar en las pantallas esos bombardeos sistemáticos que acaban con poblaciones civiles enteras entre las que se encuentran miles de niños igualmente inocentes. Matanzas de niños cuyo único pecado ha sido nacer en países o lugares que, para algunos mandatarios y mercaderes de esos mismos países desarrollados, son simplemente sitios donde hacer negocio o demostrar quién es el que manda.

Es curioso que siendo la muerte algo absolutamente íntimo haya sido en todos los momentos de la historia utilizada como espectáculo de masas. Y es significativo que hoy, cuando se supone que, como especie, hemos alcanzado un alto grado de evolución y civilización, sigamos asistiendo al siniestro espectáculo de la muerte y del dolor.

El espectáculo de la tragedia

Viene todo esto a cuento de la tragedia de ese niño de Almería, asesinado a manos de un adulto, que tanta conmoción popular parece haber producido y que ha desencadenado escenas que supongo que, en algún momento, producirán vergüenza y sonrojo en quienes las han protagonizado.

Estoy seguro de que mucha buena gente ha seguido el espectáculo de buena fe y sintiendo, de verdad, como propio, el dolor de esa familia que buscaba al hijo perdido. No es la gente común la que está obligada a hacer una reflexión sobre los límites decentes de la verdad, de la noticia o del aprovechamiento político o ideológico.

La responsabilidad de ese bochornoso espectáculo que nos degrada a todos recae, en este caso y de manera fundamental, en unos medios de comunicación que, sencillamente, se han dedicado a comerciar, como traficantes, con el dolor de gente humilde y desesperada.

Un uso miserable de lo público

Hemos asistido a horas y horas de programación miserable, sin ningún tipo de interés auténticamente periodístico y sin ningún tipo de calidad formal, en el que sólo se buscaba el impacto morboso en la audiencia. Nos han atiborrado de bazofia televisiva basada en ese espantoso recurso que consiste en repetir una y mil veces las mismas imágenes para rellenar a bajo coste horas en antena sin nada que lo justifique.

Y si eso es absolutamente reprochable en medios privados, la situación resulta absolutamente insostenible cuando ello se hace desde medios públicos cuya razón de ser está en el servicio público y en el interés general.

Produce un enorme sonrojo asistir, día tras día, a horas de programación en la televisión pública dedicadas a la crónica de sucesos y al comercio más descarado y brutal con el dolor y las miserias de la gente.

Y qué decir de los políticos que hacen campaña en las capillas ardientes para poder estar en esos mismos medios a los que se controla y a los que se dirige.

No merecía esa falta de respeto ni ese pobre rapaz, víctima de la sinrazón, ni esa pobre madre repleta de dolorosa dignidad.

No se merecían que unos mercaderes comerciaran con su dolor ni que unos manipuladores trataran de hacer aflorar en muchas gentes los peores sentimientos de los que somos capaces. Sentimientos de odio y de venganza a los que todos debemos negarnos.

Porque la muerte y el dolor son algo íntimo. Tan íntimo, que nadie puede morir por ti ni sentir tu dolor. Y, lo que es más importante, nadie tiene derecho a comerciar con ellos.

Juan Santiago