suarezDecía mi madre que decía su tía Leocadia: “Dios nos libre del día de las alabanzas”. Y, a fe que tenía razón.

Sonroja de manera muy especial, en días como los que vivimos, oír hablar del hombre irrepetible, del gran estadista o de aquel de quien debemos continuar su legado, en palabras que salen de las mismas bocas que lo más bonito que en su día le llamaron fue traidor o perjuro.

Toda esa caterva de individuos que hoy se pasean por televisiones o emisoras de radio con el incensario en la mano, dispuestos al sahumerio de extrañas programaciones especiales, se creen que todos estamos hoy invadidos por el maldito Alzheimer y hemos perdido la memoria.

Pero no. Recordamos muy bien cómo se produjo la historia. Recordamos a la perfección  cómo era la correlación de fuerzas y cómo era necesario romper aquel pastiche centrista para que las derechas se reunificaran en torno a una marginal Alianza Popular. Recordamos perfectamente con nombres y apellidos a los auténticos traidores que hoy se agrupan en torno a una parte del espectro político, fétida y podrida, que se ha convertido en ese agujero negro que ha devorado y devora todo dinero público que se le ha aproximado. Y los recordamos hoy, cuando los escuchamos cantar con voz de atildados tenores de opereta, desafinadas loas, exaltadas hagiografías y delicados panegíricos del marginado, del olvidado y del traicionado.

También recordamos a tantos “centristas” convencidos que le dieron la espalda en las urnas cuando su segunda aventura partidista y que ahora lo elevarán al altar del prócer inolvidable.

Y eso lo recordamos quienes nunca le alabamos ni lo consideramos más de lo que, realmente, a nuestro juicio era: un político listo, trabajador, ambicioso, con sentido de la realidad y hasta quiero creer que decente.

Pero da mucha vergüenza ajena escuchar, en el trance de una muerte programada, a un rey que tuvo en él un pañuelo de usar y tirar o a personajillos que, cuando escuchan palabras como dignidad, lo único que les apetece es echar mano a la pistola.

Yo, siempre que me acuerdo de Adolfo Suárez, no puedo remediar imaginarlo como Alain Delon en su papel del bello e impetuoso Tancredi Falconeri, diciéndole al príncipe de Salina, para explicarle su alistamiento con los garibaldinos, aquello de “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.

Y es curioso porque, siempre, en lugar de ver a Burt Lancaster en el papel del príncipe, me imagino que se lo está diciendo a Torcuato Fernández Miranda.

Está claro que me lo tengo que hacer mirar.

Juan Santiago