Prohibir la aplicación de los purines por los métodos habituales es una medida profundamente injusta para los ganaderos de vacuno de la Cornisa

el decreto de los purines

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Es indudable que el llamado Decreto de los purines supone un clavo más que cierra el ataúd en el que algunos se empeñan en enterrar a las ganaderías de vacuno de la Cornisa Cantábrica.

Por cierto, es curioso que se hable de un Decreto sobre el nuevo sistema obligatorio de uso de los purines, cuando estamos ante una norma de mucho alcance sobre el cobro de las ayudas europeas en el que la referencia a este tema se reduce a un solo párrafo de tres líneas, situado justo al final de la norma.

Un acuerdo de la leche

Vamos a ver, el problema está en que el Decreto se limita a prohibir de manera taxativa la aplicación del purín en las superficies agrícolas mediante el sistema que se viene utilizando por todo el sector. Concretamente, establece que no se podrá llevar a cabo mediante plato, abanico o cañones – que son los sistemas que de manera absolutamente generalizada se vienen usando – para añadir a continuación que serán las Comunidades Autónomas quienes podrán aprobar excepciones a la norma siempre que las justifiquen debidamente.

Entre el suelo y el cielo

La verdad es que nosotros, en nuestra ignorancia e ingenuidad, estábamos convencidos de que el problema medioambiental que supone la acumulación de purines estaba en que, al ser vertidos por exceso en los suelos, podían producir filtraciones peligrosas para los acuíferos.

Pero no. Resulta que el problema no está en el suelo sino en el aire.

Resulta que, según parece, el problema está en el amoníaco que se emite a la atmósfera que, según dicen, se debe en un 80% de los casos a las emisiones que produce el ganado. Y resulta, además, que España ha sobrepasado los límites legales establecidos por Europa, con lo que puede estar abocada al correspondiente expediente sancionador.

Pero, claro, la norma (escasas tres líneas) no entra en ningún tipo de casuística ni diferenciación por territorios o por tipo de explotaciones cuando lo que parece ser cierto, o al menos, todo el mundo coincide en ello, es que la principal causa del incremento de emisiones no está precisamente en una cabaña de vacuno que es, o que debería ser, claramente menguante sino en una cabaña de porcino en régimen ultraintensivo que ha crecido de manera exponencial en comunidades como Aragón o Cataluña.

Cargar sobre la parte débil

Esa parece ser la realidad, pero, como siempre, es mucho mejor diluir el problema entre todos, culpables o inocentes, evitando así señalar a grandes intereses dedicados a sistemas de explotación absolutamente insostenibles – que son los que deberían pagar – y cargando una parte importante del problema a la parte más débil del sistema que son unos ganaderos extenuados, a los que se ha colocado en una estructura de explotación insoportable y cuyos gastos de producción no admiten un céntimo más.

La pelota está desde el mes de noviembre en el tejado de las Comunidades Autónomas que tienen que establecer las excepciones y justificarlas. En principio, no es malo que así sea aunque se echa en falta por parte de la Ministra de Agricultura una norma más afinada que esos tres escasos y genéricos renglones.

Seguro que las Comunidades serán capaces de dar respuestas específicas para cada territorio, pero, ¡cuidado! Cuidado porque estamos hablando de las cosas de comer. Estamos hablando del cobro de las ayudas europeas que son las que aportan el poco oxígeno que le queda al sector para mantenerse vivo.

El sector ha sido estafado repetidamente y alguien debería empezar a establecer las condiciones necesarias para una reconversión hacia un modelo sostenible. Desde luego, esas condiciones no pasan por seguir clavando clavos en un ataúd al que ya no le queda madera.

Juan Santiago