No se trata de que yo vaya a darle lecciones a nadie. Se trata de poner de manifiesto la tendencia que existe a supeditarlo todo a la estrategia electoral. La pregunta que, a continuación, hay que hacerse es si eso es, en sí mismo, conveniente o reprobable. Desde luego, no es sencillo contestar la pregunta en términos rotundos y absolutos.
Seguramente, España vive en estos momentos, desde el punto de vista ideológico, su período más complejo desde los años treinta del siglo pasado. Bajo el manto opresor de un capitalismo salvaje que, libre de ataduras, engulle los últimos restos de plusvalías que van quedando, antes de lo que podría ser su propio suicidio, tratan de asomar multitud de posiciones que van desde los nacionalismos multiformes, los regeneracionistas pactistas y acomodados, las izquierdas de amplio espectro y movimientos generalmente descabezados que van desde a la acracia al posibilismo.
En ese contexto ¿qué valor puede dársele a esa tendencia a fiarlo todo a la estrategia electoral como forma exclusiva de acceder al poder?
No me detendré en la derecha ni en los nacionalistas de derechas que tienen su propia lógica de acompañamiento, ni en los regeneracionistas de nuevo cuño. Si realmente es posible alguna solución para este país y, sobre todo, para sus gentes, ésta habrá de venir de lo que comúnmente conocemos como izquierda. Algo que, tal vez, nunca estuvo tan difuso como ahora.
Existe claramente en estas primeras semanas de 2014 un estado de opinión que podría fácilmente resumirse en una exigencia de actuación responsable a todo el espectro progresista a fin de que se pueda articular una alternativa visible y motivadora para la ciudadanía. Curiosamente, esa exigencia se plantea en base, precisamente, a una estrategia electoral, dado que está próxima la cita de las europeas y se entiende que en este tipo de comicios de circunscripción única y, por tanto, con una proporcionalidad más acusada, es cuando existen más posibilidades de que asome un movimiento potente. Sin duda, es una estrategia global acertada.
El problema se plantea cuando esa estrategia global se fragmenta en multitud de estrategias individuales que afectan a todo ese espectro tan multiforme.
Hagamos un pequeño repaso. Los socialdemócratas del PSOE no se plantean ningún tipo de acercamiento, fundamentalmente, por dos razones: una pretendida aversión genética a ese tipo de comportamiento (más entre el aparato que entre las bases) y un convencimiento casi religioso de que el péndulo electoral les será favorable y consolidará una posición de preeminencia que permitirá, en su caso, llegar después a acuerdos puntuales.
A Izquierda Unida le aflora un alma partida en tres: los pocos que propugnan el acercamiento al PSOE, los mayoritarios proclives a la soledad, soñadores del sorpasso y deseosos del número tres, y el ala joven que busca alianzas en los movimientos sociales.
En zonas aledañas están los nacionalistas de izquierdas, revueltos en mil salsas y con dificultades para hablar con ellos mismos y los ecosocialistas de Equo, quizás quienes menos bandazos muestren y con una posición más clara aunque más testimonial.
Y, por último, los demás: plataformas, movimientos, mareas y ciudadanos varios de entre los que hay un buen número que buscan con una mirada, entre cabreada y esperanzada, una señal de que otra forma de política es posible para que otra forma de vida sea posible.
Podríamos decir que en ese panorama todas las estrategias son lícitas, pero que sean lícitas no quiere decir que sean ni acertadas ni socialmente admisibles. Porque no vivimos un tiempo cualquiera en que podamos dedicarnos a la esgrima florentina, a los juegos de rol o a la diplomacia vaticana. Vivimos momentos cruciales para una gran mayoría de gentes que han sido abandonadas y que miran con algo más que desconfianza a quien se supone que les representa mientras los populismos crecen y se incuba el huevo de la serpiente.
Decía Luís García Montero que la irresponsabilidad política es inseparable de los egoísmos particulares. Es absolutamente cierto y hoy más relevante que nunca porque, al fondo del cuadro, en esa zona en la que nadie parece fijarse, hay un orondo personaje que se frota las manos mientras escucha los finos gorjeos que salen de tanto pico de oro.