Corría la década de los setenta del siglo pasado.
En la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, en el momento en que el toro, una vez estoqueado, doblaba las patas y se echaba, reinaba en el ruedo una figura vestida de plata que llevaba un capotillo en la izquierda, mientras con la derecha apiolaba al pobre animal de certero cachetazo.
Aquella figura era la de Agapito Rodríguez, puntillero de Las Ventas durante casi treinta años y al que la afición llegó a sacar a hombros el día de su despedida, tras haber despenado más diez mil toros.
Hay que decir que ese momento en el que Agapito se acercaba al rendido animal tenía una cierta tensión e importancia porque hay pocas circunstancias que molesten más a un torero que el hecho de que el puntillero le levante el toro. Tanto si las cosas han ido bien como si han ido mal, quiere decir que el trabajo que dábamos por hecho está por terminar y vaya usted a saber cómo acaba la cosa.
Lo cierto es que me he acordado del bueno de Agapito al escuchar esa genialidad de Miguel Ángel Aguilar pidiendo que, a la vista del llamado informe de los expertos sobre el sistema de pensiones, y dado que se establece como un parámetro básico la esperanza de vida, se cree de manera inmediata el cuerpo de puntilleros del estado para que, una vez que un pensionista ha llegado a ese punto, y a los efectos de garantizar la sostenibilidad del sistema, entre en escena el funcionario de turno y, armado de capotillo y cachete, proceda a dar el curso oportuno al osado pensionista.
Debo decir que me adhiero de forma entusiasta a la propuesta y, además, me atrevo a hacer un par de sugerencias adicionales. La primera es de índole formal, y si se quiere sentimental, porque propongo desde esta humilde tribuna que a los funcionarios que se reclute para tan prestigioso cuerpo se les conozca como “los agapitos”, y honrar así la memoria de aquel honesto paisano del madrileño pueblo de El Pardo, famoso por albergar invictos dictadores.
La segunda sugerencia iría más al fondo de la cuestión y va dirigida, cómo no, a procurar una auténtica sostenibilidad del sistema que ahuyente para siempre esos fantasmas que, tan a menudo, se aparecen a nuestros sufridos gobernantes, que podrán así dormir tranquilamente sobre sus mullidos colchones de sobresueldos, con la tranquilidad del deber cumplido.
Yo creo que los problemas hay que atajarlos de raíz y que de nada sirven los paños calientes. Lo mejor es ajustar las pensiones al período y a la cuantía cotizados. Es decir, supongamos que un trabajador ha cotizado diez años (a lo mejor, ha trabajado veinte, pero eso es otra historia). Pues nada, se calcula a cuanto tiempo de cobro de su pensión corresponden esos años (catorce meses, por ejemplo) y, una vez cumplida la fecha y agotados los fondos que se le habían destinado, la administración competente manda de oficio a su casa al “agapito” que esté de turno y éste, con prontitud, celeridad y limpieza, administra al vencido pensionista el cachetazo de reglamento y procede al archivo del expediente de referencia.
No me dirán que no es sencillo. Y barato, ni se sabe. Imagínense lo que nos íbamos a ahorrar no sólo en pensiones, sino en sanidad, en farmacia, en residencias y en servicios sociales, en general. Vamos, una auténtica bicoca. Esto sí que es sostenible y no las reformas de Montoro.
Claro que si el bueno de Agapito levantara la cabeza, a lo mejor le daba por afilar ese cachete de plata que le regalaron el día de su despedida y practicar la suerte con algunas cervicales que yo me sé. Va por usted, maestro.