Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie
Así lo espetó Tancredi Falconeri a su tío Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, cuando le anunció que iba a unirse a los garibaldinos. Aquella frase se convirtió, desde entonces, en la seña de identidad de un modo de hacer política que se ha venido conociendo como “gatopardismo”.
Sería, sin duda, muy cruel, tachar de gatopardista a toda la socialdemocracia europea de los últimos cuarenta años, pero nadie puede negar que una buena parte de ella se apuntó al fenómeno, sobre todo a partir de los ochenta del pasado siglo, hasta convertirse en una auténtica quinta columna que ha hecho temblar los cimientos más sagrados del movimiento obrero.
Por eso, cuando se examinan los documentos teóricos que se manejan y trata uno de encontrar la última sustancia, el núcleo sobre el que asentar las distintas capas de pensamiento, se advierte una falta de radicalidad que, parece ser, se desprecia por indeseable, pero que olvida el origen etimológico de la palabra radical: la raíz. Es decir, la esencia de la que todo parte.
Y se echan en falta pronunciamientos radicales que están en la raíz del pensamiento de izquierdas que, además, no es que sean incompatibles con la puesta al día de los proyectos, sino que deberían ser los verdaderos motores de esa necesaria renovación ideológica.
Porque, de lo contrario, puede ser que el ciudadano que soporta la miseria que están volcando sobre él, o el trabajador abandonado a esta abducción que le practica el estado neoliberal, se sientan legitimados para pensar que, al final, el cambio que se le anuncia no tiene más propósito que conseguir que todo permanezca igual.
Por cierto, no es malo recordar al extraordinario Burt Lancaster, dando vida al príncipe de Salina, y dando fe del final de su ciclo, en otro diálogo memorable:
Éramos los leopardos, los leones. Los que ocuparán nuestro lugar serán chacales y ovejas y todos nosotros: leopardos, leones, chacales y ovejas continuaremos pensando que somos la sal de la tierra