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Flores ante la sala Bataclan

La verdad es que estos días es difícil sustraerse a ese viento de dolor y de miedo que viene de París.

Es difícil dejar de pensar en todos esos inocentes que han caído envueltos en esa espiral de locura retroalimentada por tanto fanatismo, por tanta prepotencia y por tantos intereses inconfesables que siempre encuentran como blanco a los mismos.

Pero es también muy difícil estos días sustraerse a ese vendaval de postureo, de fingimiento, de sobreactuación y de repugnante aprovechamiento de aquel dolor y de aquel sufrimiento.

Es difícil, desde luego, asistir, sin sentir vergüenza, a toda esta parafernalia de llamadas a una presunta unanimidad protagonizada por unos cuantos ventajistas que tratan de tapar su propio hedor y por algún que otro bobo solemne que se parapeta detrás de un atril, de una bandera y de una corbata, convencido de que ese es el uniforme de estadista que mejor conviene a los propios intereses.

Ya no digamos lo difícil que resulta recibir de alguno de estos o alguna de estas lecciones de democracia. Lo duro que es aguantar que quien ha perpetrado, en solitario y contra todos, ataques evidentes a los derechos democráticos de este país se dedique ahora a tapar sus vergüenzas y su podredumbre haciendo llamadas a una supuesta unidad bajo el paraguas de un instrumento cocinado a espaldas de aquellos a quienes ahora se exige sumisión y que, por cierto, alguno de estos que se llaman a si mismos regeneracionistas, se apresura a suscribir calculando en votos el valor de la rectificación y de la marcha atrás.

Porque, no lo olvidemos, estamos en campaña. Y no lo duden ustedes, cuando vean a uno de estos compungidos, contritos y circunspectos, fíjense bien y notarán que, cerca de ellos, se suele apostar un tipo que va calculando el aporte en votos de cada minuto de solemnidad.

Los vientos que nos llegan de París no son buenos vientos. Traen el drama de familias rotas y de jóvenes muertos por el odio. El olor de la sangre y la pólvora y el espanto de ese miedo que nos hace menos libres.

Pero son peores vientos por todo lo que dejan al descubierto. La convicción de que, al final, la víctima nunca es el poderoso rodeado de guardaespaldas que lo aíslan sino el ciudadano corriente que trata de espantar su tristeza una noche de viernes.

El fariseísmo del que se da golpes de pecho mientras azuza los bajos instintos del racismo y el odio al diferente.

La sonrisa del mercader que hace caja en todos los bandos gracias a la impagable colaboración de quien se proclama defensor de las ideas y de la razón de estado.

La cobardía de quien aprovecha el cuanto peor mejor para seguir dando dentelladas a los derechos de sus ciudadanos, en lugar de liderar la batalla por un mundo mejor, más justo y más igual.

La traición y la chulería de quien mintió al mundo y lo condujo a guerras globales, el pasteleo del viejo politicastro que busca sobrevivir, el arribismo del joven emergente que busca sustituirlo y la estupidez supina del bobo solemne que camina hacia el desastre con disfraz de estadista y orejeras.

Malos vientos. Malos vientos que nos dejan la sensación de que nunca seremos capaces de encontrar un poco de calor que espante este frío que nos viene de París.

Juan Santiago

escucha el comentario de Juan Santiago todos los jueves en Ser Occidente entre la una y las dos de la tarde

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