La verdad no es sólo patrimonio de niños o borrachos. Hay otros colectivos a los que la sinceridad les viene dada por el cargo y la profesión.

M.

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Se suele decir que quienes siempre dicen la verdad son los niños y los borrachos. Y es cierto, pero el dicho olvida que hay otro grupo de personas que acostumbran a ser sinceros, aunque, a veces, ni ellos mismos se den cuenta.

Ese grupo que, a la hora de decir lo que piensan,  se une a los más tiernos infantes y a los que se dan a la priva de manera compulsiva, no es otro que el formado por gente tan concienzuda y seria como son los Abogados del Estado que se dedican a la política.

Sí, los Abogados del Estado dedicados a la política. No es broma. Recuerden ustedes si no aquel memorable finiquito en diferido en forma de simulación con que nos regaló en su día Doña Dolores Cospedal, a la sazón Secretaria General del Partido Popular y actual Ministra de la cosa de la guerra, especialista en prestar tanques a algunos individuos descerebrados.

Seguramente, Doña Dolores no quería decir que hubieran simulado el despido de Don Luis Bárcenas y que le fueran pagando lo acordado mediante entregas mensuales, pero, claro, su pertenencia al prestigioso cuerpo de altos funcionarios puso las palabras en su boca como si aún no hubiera hecho la primera comunión o como si hubiera trasegado docena y media de aromáticos gin tonics.

Por eso, en estos días, hemos vuelto a asistir a un nuevo acto de sinceridad protagonizado por otro de los componentes del benemérito cuerpo jurídico al servicio de la alta Administración.

La verdad sube de rango

Esta vez la ejemplar muestra de respeto a la verdad ha venido de un escalón superior al de la ministra y ha corrido a cargo nada menos que de la señora vicepresidenta del gobierno, Doña Soraya Sáenz de Santamaría, miembro, a su vez, del escalafón del afamado cuerpo funcionarial.

¿De qué se trataba esta vez? Pues de cantar las virtudes que adornan a su partido y a su jefe en relación con la gestión del artículo 155 de la Constitución.

La cosa era sencilla y Doña Soraya podía haber tirado de manual y haber hecho faena de aliño, pero el problema es que, como niño acusica o como amante desatada de los carajillos, le pudo su pertenencia a la estatal abogacía, se vino arriba y aprovechó sus ansias de fedataria de la verdad para convertir a M. Rajoy, nada menos que en M. I, descabezador de independentistas y manipulador absoluto de la separación de poderes.

Con Mariano, ni a por billetes de quinientos

Allá penas si semejante barbaridad daba munición de grueso calibre a los que necesitan como el aire rearmar emocionalmente a los suyos después del fiasco de la república non nata. Nada que objetar al hecho de que un puñado más de partidarios de la independencia se sume a los que ya atesoró hace cinco años el nuevo descabezador con el recurso al Estatut, la recogida de firmas y las invitaciones al boicot.

Ante todo, la verdad

No pasa nada. Doña Soraya venía obligada a la verdad por su condición de abogada del Estado y gran promesa de la política conservadora.

Doña Soraya, como una Cersei Lannister de Valladolid, madre del odiado Jeoffrey Baratheon, tenía que mostrar a un puñado de los suyos que quien manda en Cataluña, por encima de los demás poderes del Estado, es M. el Descabezador, aquel que, al igual que el hijo del Matarreyes hizo con la cabeza de Ned Stark, muestra desde las almenas de Montjuich las cabezas de sus enemigos clavadas en largas picas o, por lo menos, una en Estremera y otra en Bruselas.

No es un problema de maldad o de despiste. No es que se haya equivocado o que se le haya ido la pinza. No es que quiera hundir a M. Rajoy. No. Es que es abogada del Estado y está en política. Ni más ni menos.

A M. nunca le hubiera pasado porque es Registrador de la Propiedad y, claro, como tal tendrá muchos defectos, pero, desde luego, entre ellos no está el de decir la verdad.

Juan Santiago