parlamento asturianoEs sorprendente comprobar cuál es el concepto que algunos destacados líderes políticos tienen de los movimientos sociales y de las formas de democracia directa que están reflejadas en nuestra Constitución.

Viene esto a cuento de la posición expresada por la Presidenta del Partido Popular en Asturias, Mercedes Fernández, que no ha dudado en utilizar como arma arrojadiza contra el partido en el gobierno su voto afirmativo a la toma en consideración de una propuesta de modificación constitucional, llevada a cabo por la plataforma Democracia Directa, imbricada en el movimiento 15M y presentada a través de IU.

Lo sorprendente no es que el partido de la Sra. Fernández vote en contra de cualquier atisbo de forma democrática que pueda cuestionar el férreo control partidario a las posibles iniciativas legislativas. Lo relevante es el manifiesto desprecio de que ha hecho gala al reprochar al Partido Socialista haber votado una propuesta de reforma constitucional “con los del 15M”.

La expresión en sí misma y en el contexto en que fue manifestada indica bien a las claras cuál es el estado de la cuestión. Éste consiste básicamente en la apropiación absoluta de unas supuestas esencias representativas, que excluyen por “antisistemas” a quienes ofertan a la sociedad formas democráticas más puras y refinadas que aquéllas a las que su partido parece aspirar.

Poco le importa a la Sra. Fernández que los promotores de la propuesta la articulen dentro del respeto más absoluto a la legalidad vigente y bajo el amparo de una formación con representación parlamentaria.

El hecho tiene trascendencia, más allá del mal rollo democrático manifestado, porque acredita la necesidad ineludible que existe en este país de que mecanismos más perfeccionados de democracia directa sean puestos en marcha cuanto antes.

Hay que tener en cuenta que la Ley Orgánica reguladora de la Iniciativa Legislativa Popular data de 1984, con una revisión de 2006, y que su juego real, a la hora de canalizar las aspiraciones de la sociedad, ha sido de una pobreza manifiesta, fundamentalmente, por las exclusiones y requisitos que establece. Esto lo sé bien porque hace más de veinticinco años redacté y promoví la primera iniciativa de este tipo que fue admitida a trámite por la Mesa del Congreso de los Diputados y que se puso en marcha con todos los requisitos, para tratar de obtener 500.000 firmas que, finalmente, no se pudieron lograr.

La realidad no es que la sociedad no sienta la necesidad de coadyuvar de una manera directa en la confección de las leyes que nos rigen (el último ejemplo es el magnífico y casi baldío trabajo de la PAH), sino que nuestro ordenamiento ha sido, hasta ahora, refractario a que los ciudadanos puedan intervenir directamente en dicha tarea, fuera de su participación en los procesos electorales o de los referendos promovidos desde el poder.

Y esa aversión que se trasluce de las palabras de Mercedes Fernández es lo que hace, a su vez, más necesaria una urgente intervención en la normativa porque viene a demostrar que hay una parte de la sociedad que no parece dispuesta a ceder al depositario de la soberanía una mínima parte del poder que ostenta.

En cualquier caso, se entiende bien esa resistencia porque, evidentemente, las clases dominantes no necesitan de esos mecanismos para intervenir en el proceso de creación o modificación normativa: les basta con hacer lobby o con comprar voluntades. Ceder no sería otra cosa que crear una especie de lobbies para pobres en manos de desarrapados, perroflautas, antisistemas u otras gentes de mal vivir.

Sea como fuere, y le pese a quien le pese, los movimientos sociales parecen estar encontrando fórmulas de acceso que están empezando a dar frutos. El ejemplo del Parlamento Asturiano puede ser histórico, si los partidos que han apoyado la toma en consideración de la propuesta demuestran la misma generosidad en todo el proceso que resta hasta conseguir que llegue a las Cortes.

Generosidad, sensatez y diligencia es lo que se les puede exigir porque nadie podría entender ahora quiebros dialécticos, gorgoritos de orador u otras exquisiteces que dilataran o pusieran en riesgo una esperanza que se ha alumbrado para muchos. El valor simbólico es importante y no se puede seguir predicando que nos queremos acercar a la calle sin salir del confortable corralito.

Juan Santiago