La pérdida de Carlos Slepoy se ha unido al aniversario de la República con la bicolor a media asta por orden del alto mando «tradicional»

14 abril a media asta

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El paréntesis de la Semana Santa nos ha dejado para el viernes santo el 14 de abril. El día de la proclamación de la Segunda República Española. Y no ha dejado de ser significativo, por no decir grotesco, que ese día, un día para reivindicar principios democráticos básicos como el derecho a un estado laico, haya coincidido con la bandera bicolor a media asta en todas las dependencias militares.

Unas dependencias ahora bajo el mando de una ministra de mantilla y peineta que, por supuesto ¡faltaría más!, está dispuesta a desobedecer la ley bajo el paraguas de una presunta tradición que, según parece, es capaz de cobijar bajo palio cualquier desafuero.

Que el estado español sea aconfesional, en lugar de laico, ya parece suficiente tributo a esa confesión religiosa que ayudó sobremanera al golpe de estado que acabó con la República y al mantenimiento del régimen fundamentalista que de él nació. Pero no, no es suficiente porque además de eso, es necesario imponer, aún en contra de la ley, símbolos que demuestren y dejen claro quién manda aquí.

Al cielo irán los de siempre

A estas alturas, siempre me acuerdo de aquel viejo chiste de meapilas en el que una oronda señorona le decía a otra que mostraba su preocupación por la existencia de un gobierno de izquierdas: “No se preocupe, señora marquesa, que, al final, al cielo iremos los de siempre”.

Pues eso. Eso es lo que ha debido pensar la ministra. Que para estar con los de siempre en el cielo, previa absolución de divorcios, amontonamientos o bodas por lo civil, era necesario imponernos el tributo de sumisión a la religión oficial que amparó tanta muerte, sufrimiento y tortura. La misma confesión religiosa que ampara conductas poco edificantes de sus ministros o que incumple las resoluciones judiciales cuando se trata de devolver a sus familias los restos de aquellos rojos que se usaron como esclavos para levantar monumentos funerarios.

Y todo este sindiós se nos une, encima, a la pérdida, precisamente estos días, de una persona que sintió en sus carnes el dolor de la tortura que le inflingió una dictadura casi tan cruel como la que soportó este país.

El recuerdo a Carlos Slepoy

Se nos fue Carlos Slepoy, aquel abogado argentino que se vino a España tras salir de las garras de aquellos que en su país se dedicaban a tirar personas al mar desde los vuelos de la muerte.

Aquel abogado que, harto de ver cómo se despreciaba la memoria de las víctimas del genocidio español y harto de que se mirara para otro lado, impulsó la querella argentina y puso en manos de la jueza Servini la reclamación de la dignidad de tantos asesinados como hoy siguen poblando las cunetas y las fosas comunes mientras nos vemos obligados a contemplar banderas a media asta o novios de la muerte cantando delante de niños enfermos.

Slepoy representaba una buena parte de los valores que alentó esa República Española cuya proclamación se conmemoró el pasado viernes santo. Ese día, entre capirotes, latigazos y alguna que otra carrera, este país se vistió ¡qué casualidad! de morado. Del color que rompe la bicolor. Del color que para muchos, por encima de monarcas, ministras, abogadas del estado y registradores de la propiedad, representa los valores de la auténtica democracia. De esa democracia laica en la que ningún poder escapa del sufragio universal. De esa democracia en la que, en definitiva, los verdugos se someten a la justicia.

Así que, lo dicho, señora ministra. Mande usted tocar el cornetín y en primer tiempo de saludo le diremos aquello de “Salud y República, compañera”.

Juan Santiago